domingo, 10 de octubre de 2010

Miradas de biblioteca.


¡Oh, demonios! Si, te ha vuelto a pillar mirándole. ¿Y qué haces? Mostrarte inquieta y arreglarte los pelos que te cuelgan por la cara, porque tienes el flequillo demasiado corto para pillarlos en la trenza.

Vuelves a tu lectura, o al menos lo intentas. ¿Qué se creé, que puede mirarme a intervalos de dos minutos porque a él le apetezca? A una biblioteca se viene a estudiar y no a acosar a las jóvenes atractivas. Pero es que es tan guapo...Y le vuelves a mirar, pero esta vez no eres interceptada porque ya le has cogido la medida. Te centras por un instante en sus rizos oscuros y cortos, en ese ceño fruncido centrado en un enorme tomo jurídico. Apuestas a que acaba de comenzar la universidad, le has visto otras veces pero esta es la primera en que él se ha fijado en tí. Es tu día de suerte y lo sabes, tienes ese típico presentimiento que una tiene al levantarse en las fechas claves en su vida. El hormigueo constante se apodera de tu estómago y ataca por todos los frentes. Dejas de agujerearle con la mirada y tornas el regreso a tu libro, pero ya no te importan esos textos absurdos en latín que ni entiendes ni quieres entender.

Y dejas a tu mente divagar ¿por qué no? Tampoco es tan malo, te auto-convences. Te imaginas hablando con él, quedando a cenar, descubriendo las miles de cosas que tenéis en común, haciéndoos cómplices y amigos, amantes apasionados que acaban de descubrir una nueva dimensión del goce. Rápidamente cortas la sonrisilla pícara que alcanza tus labios e inconscientemente, como un acto reflejo, le miras. Y le cazas otra vez, como un conejillo indefenso. Instantáneamente desvía su mirada de la tuya y vuelve a enfrascarse en sus hojas, más frustrado que antes. Tu haces que buscas en el diccionario pero en realidad desistes en el intento. ¡Qué maravilloso es estudiar en la biblioteca! ¿Quien necesita Internet o a los amigos metomentodo para encontrar al amor de su vida? El lugar excelente para encontrarlo es en una biblioteca. Y tú lo has encontrado aunque aún no lo sepas. Porque él se ha levantado y va en tu dirección, y tú esperas atónita, aguantando la respiración, con el corazón en las sienes y con todo el agua de tu cuerpo saliendo por las palmas de tus manos.

Y en efecto, esta historia es la que le cuentas a tus nietos, cincuenta años más tarde. Detallas a su abuelo en sus mejores tiempos, cuando sus ojos tan oscuros como vivos brillaban al verte, cuando disfrutabas al despeinarle sus rizos azabache (antes de que los perdiera) y como él disfrutaba viéndote reír como una niña traviesa mientras lo hacías. Dentro de poco alcanzareis las bodas de oro...

El contacto de una mano firme te hace estrellarte con el suelo en décimas de segundo, y ese contacto es real. Real y factible, no como la historia que les contarás a tus nietos. Parpadeas y subes la mirada, porque toda esa historia tan perfecta como irreal habría podido pasar de no haber ocurrido lo que iba a ocurrir en los instantes consecutivos. ¡Es él! Por el amor del cielo, comportate como tú sabes. El momento ha llegado. Por tus nietos. Muestras la mejor de tus sonrisas nerviosas y te peinas en exceso mientras el comienza a hablarte con una voz que, al menos a ti, en tu estado de enajenación, te parece melodiosa. No le escuchas porque estás demasiado preocupada en mirar sus ojos, son tan oscuros y marrones como tú los habías imaginado. Una señal más de que era él. Señala tu diccionario y apunta que ha estado observando que hace rato que no lo utilizas. ¡Me ha estado observando! Podrías decirle que sabías que lo había estado haciendo, pero prefieres no estropearlo de momento. Cuando estéis casados ya podrás decir todas las sandeces que desees. Se lo ofreces, aunque no has terminado con él, y se lo tiendes docilmente. Ahora llega cuando el me invita a tomar un café, a cenar, a hacer mucho el amor y a tener dos hijos. Daniela y Alexander. Saldrían tan morenos como su padre. Sin pensar sueltas un enérgico sí acompañado de una dulce sonrisa. Te arrepientes. ¿Pero qué haces? Como respuesta obtienes una sonrisa de incredulidad ante la situación y un cortés "¿Te encuentras bien?" Aunque podría haber añadido "¿Tienes algún trastorno psicótico?" Tú le quitas importancia a lo ocurrido y alegas una excusa muy mala, no digna de ser nombrada. Le ves alejarse con el diccionario y coger el abrigo del perchero. ¡Se te va! ¡Mayday mayday! Houston tenemos un problema...Emites el llamado de socorro al universo, pero no pasa nada. Esto en las películas funcionaba.

Decides poner toda la carne en el asador y te levantas. Das dos pasos y te fijas en la muchacha que acaba de entrar, tu siempre tan crítica con todo el género femenino, la evalúas como una posible amenaza, pero la descartas, es, como diría tu madre, muy poquita cosa. Tú eres más mona, y más sexy, más elegante. Pero te paras en seco porque esa poca cosa acaba de asaltar a tú marido por la espalda y él la sonríe como si fuera la carne de su uña, las burbujas de su Coca Cola...

Esto es el fín, piensas a la vez que observas la escena sentándote en la silla más cercana por miedo a perder el norte. Y se besan se abrazan y se van...

Jamás podría haber sido mi marido, tiene muy mal gusto, piensas cabizbaja mientras vuelves a tu solitario asiento junto a la ventana. Compuesta y sin diccionario, de camino agarras un poemario de un poeta romántico, excelente para los momentos depresivos, para momentos en los que las hormigas se meten al hormiguero.

Observas con atención como se abre la puerta otra vez. Quizá sea él de nuevo. No, es un chico alto y menudo, pelirrojo y con aire despistado, como diría tu madre, muy poquita cosa. Pero al que tú, sin saberlo, dentro de unos años llamaras “marido”. Pero ahora es invisible ...

Se sienta en el sitio libre que antes dejó otra persona y os miráis por un instante.

Y así, ignorante de tu destino, comienzas a leer. Al fin y al cabo, Becquer es un buen compañero de desgracias.