domingo, 11 de diciembre de 2011

Ella se llevó mi alma, creo que se llevó mi corazón.

A veces se preguntaba por el sentido de la vida, otras veces llegaba a la conclusión de que toda cosa carecía de sentido. La vida era muy puta, los días muy largos, el sexo insatisfactorio y los cigarros se consumían demasiado rápido. Notaba la sangre fluir más espesa y el amor para ella sólo era una quimera. Los acordes de sus pasos al enfilar un nuevo día eran disonantes, la melodía de sus noches arrítmica. Su pelo había perdído el brillo de la veintena, sus ojos la inocencia de la adolescencia y los años corrían tan rápido que ya podía oler el hedor putrefacto de su tumba en el cementerio de los sinnombre, abandonada y sin más visitantes que el sepulturero que iría a enterrar a otro desgraciado a su lado, acompañante en una travesía hacia la inmensidad del oscuro infinito.
Las decisiones no habían sido las mejores, ella tampoco había sido su mejor versión. La cobardía se apoderó de sus miedos y los incrementó tanto que lograron eclipsarla. Había dedicado su vida a los demás, porque así era todo más fácil, y ella siempre había sido una chica sencilla, para todo y para todos. Demasiado accesible, y ahora se daba cuenta.
Hacía largos años que las lágrimas no cruzaban su rostro, sin embargo lloraba todos los días, oculta del mundo e intentando ocultarse de ella misma. El autoengaño era su droga diaria, el autoconvencimiento de una erronea e insatisfactoria felicidad su mayor anhelo. ¿Felicidad? La vida era muy puta. Casi tanto como ella. Pero ella tenía excusa, sólo lo era porque su adversaria le había obligado a serlo. Luego no fue nada, polvo en las cenizas, oxígeno en el aire. Sentía como su piel se derretía con los años, deseando arder en un fuego eterno, deseando morir.
Más de una década desde que unas manos tocaron su cuerpo con amor, con pasión, con deseo y con instinto animal, casi primitivo. Después se volvió nihilista, su mundo fue la nada y la nada su panacea. La nada fue ella. Así la vida le había hecho sentir, ya ni siquiera valía para ser mujer, para ser guapa, para seducir, para volver loco a alguien, para que alguien deseara beber de sus labios hasta saciarse. Si no podía ser mujer no podría ser nada, se decía todos los días antes de ducharse con agua fría intentando enfríar los sentimientos y la irascibilidad de sus adentros, corruptos como ella, como su mente, como su corazón. ¿Corazón? La vida era muy puta.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Octubre en Madrid.


Las manos de ambos, entrelazadas, jugaban con los dedos del otro buscando un poco de calor en aquella noche de principios de otoño. Sus pasos, sin rumbo ninguno, se dejaban llevar por la intuición y por la curiosidad, buscando caminos que nunca antes hubieran pisado juntos. El embrujo de la noche en la capital les envolvía con un manto invisible del que ellos todavia no habian tenido constancia. El boulevar más importante de la metrópoli dormía silencioso, solo perturbado por algún rezagado o algún pobre hombre en desgracia que tenía que usarlo como pensión. Ellos, intimidados por el mutismo que poblaba aquel parque fantasma, no se vieron capaces de romperlo. Tampoco era necesario, sus miradas de soslayo, tiernas e intrusas, se buscaban entre sonrisa y sonrisa, sintiéndose los príncipes de aquel pequeño reino bucólico que les había regalado la ciudad.
Ella tiró de su mano sin decir nada, él, como hacía siempre, la siguió sabiendo, no sin pesar, que eso sería lo que siempre desearía hacer. El columpio se alzaba señorial en medio del resto de atracciones mediocres del lugar y ella, hipnotizada por su inocente encantamiento, no dudó en tomar asiento e invitarle a hacer lo mismo con un sutil gesto de sus manos. Con una pequeña recesión a la infancia el impulso de balancearse les invadió a ambos, las ganas de sentir la brisa nocturna y el silencio contra su rostro hicieron el resto. Prescindiendo de las palabras permanecieron bailando al son del balanceo durante unos minutos mientras ella cerraba los ojos y sonreía para si misma con timidez, echando su cabeza hacia atrás, provocando una cascada de color al dejar caer hacia el suelo su melena color chocolate. Él simplemente la observaba, preguntandose si algún otro instante de su vida había sido tan perfecto.
Sus pies la hicieron frenar y levantando una tormenta de arena contaminó el aroma del ambiente que poco a poco les había ido cautivando. Los ojos de ambos se descubrieron mirándose una vez más, pero no como todas las veces anteriores, el manto invisible estaba cayendo de manera mas pesada sobre sus jovenes corazones, haciendoles notar una presión infinitamente dulce en su pecho. Los dos se levantaron como guiados por una voz inaudible, foránea a su universo personal y a la vez partidaria de la emboscada de sentimientos que acababa de alcanzarles. Él rodeo su pequeño cuerpo son un solo brazo y ella se alzó sobre las puntas de sus pies para poder alcanzar sus labios, en los que, en ese instante, deseaba perderse para el resto de sus días.

http://www.youtube.com/watch?v=Q-hBbiJpxTo

lunes, 26 de septiembre de 2011

Sixteen


La primera vez que la vi, solo tenía dieciseis dulces años. La vida por delante, la perspicacia en sus ojos de gata y la astucia en sus pasos de lince. El ritmo lo marcaba con sus caderas al caminar y las distancias con su mirada, fina como la brisa de enero. Deseada por todos, odiada por todas las demás. La competencia no era un problema para ella, pues nadie le hacía sombra. Tampoco el dinero ni la falta de educación, ella era quien nos daba lecciones a todos sin necesidad de despegar los labios, templados como un anochecer en el mes de agosto. El deseo prohibido de toda una generación, la fantasía de decenas de adolescentes, y no tan adolescentes. La perdición hecha muchacha, mujer. La posesión mas codiciada por todos, unicamente poseída por mí. Nunca pude creerme mi dicha, tampoco la primera vez que sentí su respiración en mis labios, el lóbulo de su oreja entre mis dientes, sus suaves pechos entre mis inexpertas manos. Inadvertido había pasado para todos los demás, quienes no me consideraban nada suficientemente importante como para reparar en mí. Ellos me daban igual, mi mundo pasó a ser ella.
Aún hoy rememoro con frecuencia el contoneo de su cintura entre mis brazos, el baile de sus labios en mi boca, ansiosa de la hiel con sabor a néctar en que se había convertido su aliento para mí. Tentadora al igual que dañina, te hacía caer en el pecado haciendote creer que estabas cumpliendo el noveno mandamiento. Mi único y undécimo mandamiento pasó a ser ella y mi única ambición hacerla mía todos los viernes cuando salía de trabajar en la cafetería en la que se había convertido en el mayor reclamo para la clientela. Aún noto el tacto de su vestido resbalando entre mis dedos hasta el suelo de tierra de aquel aparcamiento y cómo ella me guiaba en mi descubrimiento de los placeres más prohibidos, arrebatándome la inocencia sin que yo opusiera resistencia alguna. Nuestros labios se encontraban, dulces y enfermos, chocando con fuerza y con pasión, devorándonos con frenesí como si el mundo dejara de existir, como si nada ni nadie pudiera vernos, como si fuera a ser mía para siempre. Recuerdo todas y cada una de las veces que la hice el amor como los mejores momentos de mi vida, su mirada clavada en la mía y su sonrisa jugueteando con mis pupílas, hipnotizadas con su hechizo y el de la Luna, único testigo de todo lo que pasó en la parte trasera de mi coche.
El embrujo de los dieciseis terminó y arrastró todo a su paso. Ella desapareció, yo envejecí, el resto del mundo dejó de importar. La encontraron muerta años después, una parte de mi murió con ella, la otra se derramó sobre esa hoja de periódico que me dejó sin un pedazo de mi alma. Cuarenta años después lo que más me duele es que sabía, sé y sabré que ella nunca me amó.

http://www.youtube.com/watch?v=J1vJos6rI_s&feature=related

domingo, 18 de septiembre de 2011

Laura


Removió su copa de vodka con hielo con pasmosa indiferencia, como si la esperanza que pudiera tener al haber llegado a aquel lugar se hubiera disipado como el humo de aquel tren que a sus catorce años la había llevado hasta el que se convertiría en su hogar, París. Echó un vistazo a su alrededor, había pasado mucho tiempo desde la primera y desde la última vez que había estado allí. Céntrico antro de la ciudad del amor, antaño guarida de besos y caricias prohibidas, ahora triste metáfora del declive de su propia vida. Jamás volvería a cumplir los cincuenta. Se sentía vieja, abatida y fracasada. Quería volver a los años de oro de aquella ciudad y de su juventud, aquellos años en los que él la sacaba a bailar, entre maravillosos vestidos y destellos, canciones de su siempre amado Sidney Bechet.
Una arrugada curva dibujó una sonrisa melancólica en sus ajados labios, aún vestidos con un elegante carmín rojo, como cuando él la besó por primera vez.
Miró su antiguo reloj de bolsillo. Pronto darían las doce, y con ellas, tocarían a su punto final sus cuatro días de espera y mucho más. Todo lo demás. Suspiró con autentico pesar y antes de que pudiera saldar su deuda, el camarero, viejo conocido y algo más, declino el pago con un gentil movimiento de cabeza y un cortés guiño de ojo. Al igual que ella, había fracasado en la vida. Estaba convencida de que todos las almas apegadas a aquel viejo bar, antes viva imagen de la brillantez de la época, habían sido victimas de sus propios pecados, muchos allí cometidos. Se colocó el pelo, y sacando un espejo y el carmín se retocó el maquillaje, dignificando su ser en aquel acto, convencida de que así la derrota y la exposición al mundo serían menos mortificantes.
Se bajó con dificultad del taburete y se contempló por última vez en el espejo que tenía frente a ella, lleno de manchas que confundía con las de su propio rostro. Era la triste sombra de una antigua belleza, pero aún conservaba el estilo y la gracia que tan codiciados habían sido cuarenta años atrás. Sus ojos azules, enmarcados con un halo de tristeza, ocultaban una larga vida de desengaños y malas decisiones. Agarró su cartera bajo el brazo y se dispuso a encaminarse hacia la puerta cuando una música llenó el local, vacio de cualquier otra cosa aparte de su desdicha.
Los compases la dejaron paralizada. Conocía a la perfección aquella canción. Su viejo corazón le dió un vuelco y por un momento sintió tener veinte dulces años. Cerró los ojos conteniendo las lágrimas, sabiendo lo que aquello significaba, temiendo que si los abría se desvaneciera la ilusión. Los abrió solamente cuando oyó su voz. Mi Laura. Bastaron dos palabras para hacerla elevarse hasta las nubes. Despegó los párpados y las lágrimas descendieron por su nívea piel. ¿Cómo sabías que vendría? Su voz había madurado, pero su sonrisa seguía siendo la de aquel joven por el que habría abandonado el mundo si hubiera sido necesario. Siempre volvías a mí. Solo fue capaz de decir eso antes de que él la agarrase como solían hacer treinta años atrás, depositando su mano en su cintura y acariciando su rostro con la otra. Tras treinta años él había vuelto a París, se había enterado por los periódicos. "El prestigioso escritor americano, Damian Eastmond, visita la ciudad que fue cuna de su inspiración treinta años después para presentar su última gran obra". Sabía que si estabas en la ciudad vendrías aquí, a por mí. Él la atrajo hacía sí y cerrando los ojos comprobó que seguía conservando el mismo aroma, seguía siendo su amada Laura, su primer amor, su única inspiración, la única mujer con la que realmente hizo el amor.
Y las palabras desaparecieron, solo quedaron las miradas cómplices y los resquicios deshechos de un viejo amor. Las notas de Sidney Bechet en Laura completaban la escena, situándoles treinta años antes de su desafortunado presente.


http://www.youtube.com/watch?v=Megmeq9K_HQ

domingo, 11 de septiembre de 2011

No, no acepto.

Apoyé los codos sobre la mesa con gesto anodino.

–Querida, saca los codos de la mesa-apuntó la arrugada pasa que se encontraba sentada a mi derecha.

-Claro, señora Claires-asentí, y con la escasa convicción habitual actué como los demás me pedían. Asqueada de mi vida, era más fácil si al menos no tenía que tomar decisiones que los demás me impidieran realizar.

Mi madre, bien inyectada en silicona, se levantó y dio unos golpecitos en la copa de cristal de murano. Todos los presentes guardaron silencio.

-Como bien sabéis mi hija, Jacqueline…-el resto del discurso me pasó inadvertido, a mí, la joven protagonista de la perorata. Me limité a observar detenidamente a todos los asistentes a aquella insoportable velada. A la derecha, la milenaria y clasista señora Claires, más allá su marido, un millonario depravado que se iba de prostitutas todos los fines de semana a sabiendas de su hipócrita esposa, que prefería sufrir en silencio antes que destapar tal escándalo. Chorradas, todos lo sabíamos. A mi izquierda mi estúpido novio Brian. Todavía no habíamos hecho el amor porque en realidad nunca me había gustado, me daba cierta grima esa manía que tenía de mancharse toda la cara de kétchup cada vez que comía una hamburguesa. Era un asqueroso y dejaba mi libido por los suelos. Enfrente, mi padre, ese ser falto de emociones y de ambiciones, de cualquier hálito de vida en realidad, con millones de dólares en el banco, se limitaba a pasear al perro y a ver porno a las cuatro de la mañana mientras comía grasientos boles de alitas de pollo importadas directamente del KFC. A su lado estaban mis tíos y mi inaguantable y repelente primo Jake, lleno de pecas y con el pelo naranja como las zanahorias que servían de alimento al señor Buggs Bunny, parecía ascendido de las profundidades del propio infierno. Malcriado por sus padres, se entretenía tirándome del pelo y hurgando en los cajones de mi ropa interior. Presidiendo la mesa estaba mi operada madre, con la copa en alto y una dentadura más falsa que los billetes de cuatro dólares, aireaba a los cuatro vientos una buena noticia acerca de mí que todos los presentes acogieron con mucho júbilo. Miraron todos a Brian, yo, contrariada, hice lo propio. Más colorado que el kétchup que derramaba cuando comía hamburguesas, se levanto torpemente de su victoriana silla, una pieza más que añadía mal gusto al resto de la decoración de mi casa. Sacó con manos temblorosas una caja de su bolsillo. Mi rostro perdió color y mi saliva se hizo sólida. Me miró y se agachó sobre una rodilla, yo me eché hacia atrás, arrasando en mi huida a la milenaria señora Claires.

-¿Qué haces?

-Jacqueline Marie Howard, ¿quieres casarte conmigo?-sonrió y vi un cacho de verdura entre sus dientes. Paseé la mirada aterrada sobre todos los presentes que me miraban expectantes, alegres de no ser ellos los que se encontraban en mi situación. Me levanté furiosa, provocando que mi copa se estallara al caer al suelo.

-¿Estáis todos locos? ¡Por el amor de Dios, tengo diecinueve años! Ni siquiera hacemos el amor, te conozco desde que teníamos cinco años y nuestros padres iban juntos al hipódromo.

-Pero, Jacques, yo te quiero

-¡No me quieres, no seas imbécil, Brian!

-Jacqueline, controla tu lengua. Siéntate ahora mismo-ordenaron los artificiales labios de mi cuarentona madre.

-No, no, no puedo

Todo comenzó a dar vueltas, respiré con dificultad y sentí como mi horrible vida había tocado fondo.

-¡No quiero casarme con un niñato ingenuo de diecinueve años que come hamburguesas como si fuera un gorrino y me pide matrimonio con verdura en los dientes! ¡No quiero una madre superficial que valora más mi cabeza por mi reluciente melena que por lo que hay dentro! ¡No quiero un padre para el que su mayor placer sea cortar el césped y comer comida basura mientras ve porno a escondidas de su mujer! ¡Tampoco quiero unos tíos que malcrían a su hijo, ni un primo que me llama “zorrita” y me lanza chicles al pelo! De los vecinos centenarios no diré nada, ellos solo han tenido la mala suerte de vivir al lado de una familia así...

Sentí como quince años de reproches y sentimientos salían disparados por mi boca, como un misil, causando el mismo efecto que ejerce tomar una bocanada de aire tras haber tenido unas manos alrededor del cuello, devolviéndome la poca vida que me quedaba en mi cuerpo.