domingo, 18 de septiembre de 2011

Laura


Removió su copa de vodka con hielo con pasmosa indiferencia, como si la esperanza que pudiera tener al haber llegado a aquel lugar se hubiera disipado como el humo de aquel tren que a sus catorce años la había llevado hasta el que se convertiría en su hogar, París. Echó un vistazo a su alrededor, había pasado mucho tiempo desde la primera y desde la última vez que había estado allí. Céntrico antro de la ciudad del amor, antaño guarida de besos y caricias prohibidas, ahora triste metáfora del declive de su propia vida. Jamás volvería a cumplir los cincuenta. Se sentía vieja, abatida y fracasada. Quería volver a los años de oro de aquella ciudad y de su juventud, aquellos años en los que él la sacaba a bailar, entre maravillosos vestidos y destellos, canciones de su siempre amado Sidney Bechet.
Una arrugada curva dibujó una sonrisa melancólica en sus ajados labios, aún vestidos con un elegante carmín rojo, como cuando él la besó por primera vez.
Miró su antiguo reloj de bolsillo. Pronto darían las doce, y con ellas, tocarían a su punto final sus cuatro días de espera y mucho más. Todo lo demás. Suspiró con autentico pesar y antes de que pudiera saldar su deuda, el camarero, viejo conocido y algo más, declino el pago con un gentil movimiento de cabeza y un cortés guiño de ojo. Al igual que ella, había fracasado en la vida. Estaba convencida de que todos las almas apegadas a aquel viejo bar, antes viva imagen de la brillantez de la época, habían sido victimas de sus propios pecados, muchos allí cometidos. Se colocó el pelo, y sacando un espejo y el carmín se retocó el maquillaje, dignificando su ser en aquel acto, convencida de que así la derrota y la exposición al mundo serían menos mortificantes.
Se bajó con dificultad del taburete y se contempló por última vez en el espejo que tenía frente a ella, lleno de manchas que confundía con las de su propio rostro. Era la triste sombra de una antigua belleza, pero aún conservaba el estilo y la gracia que tan codiciados habían sido cuarenta años atrás. Sus ojos azules, enmarcados con un halo de tristeza, ocultaban una larga vida de desengaños y malas decisiones. Agarró su cartera bajo el brazo y se dispuso a encaminarse hacia la puerta cuando una música llenó el local, vacio de cualquier otra cosa aparte de su desdicha.
Los compases la dejaron paralizada. Conocía a la perfección aquella canción. Su viejo corazón le dió un vuelco y por un momento sintió tener veinte dulces años. Cerró los ojos conteniendo las lágrimas, sabiendo lo que aquello significaba, temiendo que si los abría se desvaneciera la ilusión. Los abrió solamente cuando oyó su voz. Mi Laura. Bastaron dos palabras para hacerla elevarse hasta las nubes. Despegó los párpados y las lágrimas descendieron por su nívea piel. ¿Cómo sabías que vendría? Su voz había madurado, pero su sonrisa seguía siendo la de aquel joven por el que habría abandonado el mundo si hubiera sido necesario. Siempre volvías a mí. Solo fue capaz de decir eso antes de que él la agarrase como solían hacer treinta años atrás, depositando su mano en su cintura y acariciando su rostro con la otra. Tras treinta años él había vuelto a París, se había enterado por los periódicos. "El prestigioso escritor americano, Damian Eastmond, visita la ciudad que fue cuna de su inspiración treinta años después para presentar su última gran obra". Sabía que si estabas en la ciudad vendrías aquí, a por mí. Él la atrajo hacía sí y cerrando los ojos comprobó que seguía conservando el mismo aroma, seguía siendo su amada Laura, su primer amor, su única inspiración, la única mujer con la que realmente hizo el amor.
Y las palabras desaparecieron, solo quedaron las miradas cómplices y los resquicios deshechos de un viejo amor. Las notas de Sidney Bechet en Laura completaban la escena, situándoles treinta años antes de su desafortunado presente.


http://www.youtube.com/watch?v=Megmeq9K_HQ

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