martes, 17 de enero de 2012

Agridulce como todo lo prohibido.


La nebulosa de pensamientos se enturbiaba a cada instante, el tiempo pasaba lento, marcado con el ritmo de un antiguo reloj de arena. Los recuerdos parecían ya solo imágenes insostenibles, sin sentido. Estaban mudos, sin palabras que los completasen. Creo recordar que mi mente estaba demasiado ocupada repasando sus gestos, su tono de voz, la abertura de su boca o la intensidad de su mirada que tantas acciones anularon la funcionalidad de mis neuronas. No podría recordar ni una palabra dicha en nuestros tropiezos, el sentimiento sería incapaz de olvidarlo.
Mi sonrisa bailaba juguetona al compás que me marcaba la suya, al igual que mis ojos, que prisioneros de sus pupilas se dejaban observar, deleitándose en aquel efímero placer, sintiéndose admirados y bellos, intensamente deseados. Intenso tambien era el aire que se cruzaba a ráfagas entre nuestros rostros, intensas las emociones que como criaturas hipócritas y sociales ocultábamos bajo capas de autosuficiencia. La tensión cortaba nuestras respiraciones y el afán de demostrar mayor ingenio desgastaba nuestra sagacidad, nuestra perspicacia que de tan certera que era parecía ensayada. El dialogo se transformaba en un juego, un duelo, una carrera por llegar el primero a la meta, por sentirse victorioso, por aplastar al contrincante cuanto antes, por demostrar, quizás, que nuestra indiferencia era mayor que la del oponente.
Chocar una y otra vez no nos había bastado, como seres infatigables inconscientemente nos buscábamos para chocar una vez más, echándole la culpa al destino o al azar nos sentíamos mejor con nuestro orgullo, que resentido pedía una tregua y se revolvía ante la perspectiva de un nuevo y furtivo encuentro. Tregua sin embargo no era lo que pedía quizá mi instinto, que colmado de atenciones cada día se interponía con mayor ahínco sobre mi conciencia y mi moralidad. Miradas de soslayo y roces casuales, antaño suficientes, ahora se quedaban escasos. Los cruces de nuestros ojos se volvían más intensos, incesantes y casi acuciantes. Acuciantes y hastiados de la espera reclamaban con audacia la parte que les correspondía hacía tanto tiempo, siempre negada y arrebatada por las trabas de la inoportunidad. La voluntad era férrea, igual que la lealtad pero, ¿hasta cuándo?
¿Hasta cuando se puede sostener algo así? La concentración se había vuelto esquiva y la dirección de mis pensamientos inconstante, ora aquí, ora allá. El temperamento ligeramente irascible y el autocontrol en su ausencia se disipaba como la niebla matutina, dejando un sabor agridulce. Agridulce como la espera, agridulce como el deseo y las miradas malgastadas, como la inoportunidad de las oportunidades.